El día domingo de la semana pasada, mientras aún trataba de digerir el pinche gol del pendejo de Donovan, me dispuse a mirar la pinche televisión un rato.
Entre el cambio y cambio de canales, en el siempre nefasto Canal de las Estrellas, presencie un espectáculo decadente, propio de un taller de monos semiamaestrados. «Timbiriche: Buscando a la nueva banda». La simple lectura del nombre ese me provocó una regresión propia de hombre muerto, y que paso a describir.
Hace algún tiempo, el Cartman, con todo y lo pinche naco, rasposo y procaz que es, tuvo una noviecita de nariz respingada, blonda cabellera y dinero de a madres… bien pinche buena la mujer. Como su servilleta nunca ha sido muy propenso a roces con «la sociedad», y más bien tiendo a fusionarme con el vulgo, su familia y amigos nomás no me tragaban. Pero la vieja y yo nos llevábamos pocamadre y lo demás valía merga.
En una de esas, me invitó a la boda de una de sus mejores amigas, la Yayis, la Pipis, la Chichis, no me acuerdo como le decían. La neta no le podía negar ni madre, y menos cuando se rifaba a salir conmigo en mi entonces potente Renault 79. Así que me puse un trajecito, me limpie detrás de las orejas y fui a la boda. Todo bien, muy bien, sus mamones amigos como siempre de castrosos (uno de ellos tuvo la graciosa idea de querer enseñarme a usar los cubiertos), la cena muy popis y todo sin novedad.
La debacle cartmaniana llegó cuando, tres de los pendejitos que estaban en la mesa con su servilleta, se levantaron y con una gran sonrisa dijeron: «Es hora del evento principal». Yo dije: pinches putos, ya van a traer a sus perros amaestrados o que pedo. Pero nel. A los veinte minutos aproximadamente, el grupo que amenizaba el desmadrito, anuncio con singular alegría que: «Los amigos de los novios les tienen una sorpresa». Y moooooocos. Que se desata el infierno.
El sonido escupía esa madre de «Llegó la bandaaaaaaa» y que salen seis cabrones, tres rucas y los tres pendejos con los que antes había compartido el pan y la sal, enfundados en trajes cosmoespaciales, color azul y amarillo, cantando y saltando, emocionados por dar su chow.
La neta no me aguante y me empecé a cagar de la risa. Primero de forma que intentaba ser discreta, luego ya no resistí más y tuve que levantarme de la mesa. Por supuesto que la novia que tenía se levantó tras de mi, y cuando me alcanzó me recetó algo más o menos así: «Bien me decían que eras un naco…» y como yo no podía detener mi risa, la tristeza de mirar que ella me abandonaba en ese momento no fue tal sino hasta dos días después.
Timbiriche apestaba desde antes de lo narrado. Nunca fui parte de la pendejada esa de «Generación Timbiriche», ni me aprendí las canciones con los bailecitos, ni me emocioné hasta las lágrimas cuando anunciaron el primero de sus ahora numerosos «reencuentros».
Al mirar el inicio del programa dominical ese, no pude más que volver a reír como pendejo. ¿Es qué en verdad necesitamos esas expresiones decadentes y que les peguemos la etiqueta de «cultura pop»? ¿De verdad no tenemos algo más que exponer en materia musical?
Una sola cosa debo admitir. Algunas de las aspirantes a dar las nalgas por ser miembro de la «Nueva Banda», están más que sabrosas. La verdad. Lo pinche caliente no se me quita.
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